La cultura
en chile
Chile se encuentra ubicado en laparte occidental y meridional de Sudamérica, y es reconocido por los contrastes
y variaciones que enfrenta su geografía. Si recorriéramos el territorio de
norte a sur, observaríamos una gran diversidad de paisajes, distintos tipos de
vegetación y vida silvestre, producto de su diversidad geográfica que contiene
una extensa costa bañada por el océano Pacífico, el desierto de Atacama, zonas
altiplánicas, estepáricas, mediterráneas y polares.
Las distintas realidades han
condicionado el origen y desarrollo de las principales expresiones culturales
que se han producido al interior de la nación. De esta manera y a la luz de las
particularidades del paisaje físico y humano, se puede construir un mapa
geo-cultural en el cual se ven representadas, de norte a sur, el conjunto de
expresiones del folclore nacional.
Así, en el norte grande, es posible
identificar a través de la música andina la presencia del mundo altiplánico. De
igual manera, la teatralización de los bailes religiosos como diabladas y
trotes, animan las principales expresiones de religiosidad popular que
convierten a esta región en uno de los lugares más representativos del
sincretismo religioso de origen colonial. Por otra parte, y en torno al
desierto de Atacama y la pampa del Tamarugal, se ha desarrollado una verdadera
cultura minera que ha sido rescatada en diversas obras literarias como lo atestiguan
las novelas Hijo del salitre de Volodia Teitelboim y Norte Grande de Andrés
Sabella. Cabe mencionar que a lo largo del paisaje nacional, la geografía
física y humana ha sido fuente de inspiración para lo que se ha llamado, una
Geografía Poética.
En el norte chico, destacan las
expresiones de la cerámica diaguita, las fiestas religiosas de Andacollo y la
Virgen de la Candelaria. Al mismo tiempo, la fertilidad de sus valles ha dado
origen a una pujante cultura agrícola, vinculada a la uva pisquera, en la que
se registran las primeras expresiones del canto a lo poeta. Por otro lado, la
celebración de la fiesta de la Pampilla y la proliferación de los llamados
dulces chilenos, nos acercan a lo que más típicamente asociamos como elementos
de la cultura criolla. Pero es en el valle central, donde brotan con más fuerza
las principales expresiones de la chilenidad. Diversos cuentos y leyendas
rescatan la raigambre campesina de nuestra cultura popular. En términos
musicales resalta la preeminencia de la cueca, el guitarreo y las payas. Las
empanadas, la chicha y el vino constituyen sus principales creaciones
gastronómicas. Las fiestas del rodeo, el volantín, la rayuela y el trompo, son
expresiones de la competitividad y del sentimiento lúdico que caracteriza el espíritu
festivo del campo chileno.
Más al sur, en los márgenes de La
Frontera, diversos testimonios en el ámbito religioso como el guillatún y el
machitún dan cuenta de la influencia del pueblo mapuche que, al igual que en la
producción musical de la región, se expresan a través del uso del cultrún, la
trutruca y el trompe. En la isla de Chiloé, el carácter insular de su geografía
ha favorecido la permanencia de una cultura local que ha sabido proteger las
principales características de su religiosidad, mitos y leyendas chilotas. El
curanto, los valses y la gran variedad de sus producciones textiles constituyen
rasgos que han logrado permanecer vigente a pesar de su creciente integración
territorial y económica al resto del país. Similar es el caso de la Patagonia e
Isla de Pascua, en donde la lejanía geográfica ha contribuido a la permanencia
de las identidades locales que enriquecen nuestra diversidad cultural. En nuestro
ámbito de acción, las políticas públicas están pensadas desde una lógica
monocultural, lo cual disminuye la pertinencia y eficacia de la intervención,
al proponer modelos estandarizados que desafían a los equipos sociales. Esto,
dada la necesidad de responder a los principios de la Convención Internacional
de los Derechos del Niño, particularmente a aquellos referidos a la pertinencia
cultural.
Durante 2015, Fundación Ciudad del
Niño ejecutó 99 programas sociales en nueve regiones del país, atendiendo a más
de 16.000 niños, niñas y adolescentes. Esta cobertura permite observar y
relevar la heterogeneidad de las infancias y adolescencias en los diversos
contextos en los cuales trabajamos, particularmente en territorios de alta
pertenencia étnica, ruralidad y/o migración.
Para ser efectivos en la
intervención social, se requiere de un abordaje diferenciado, que reconozca la
diversidad cultural. Coincidimos, por tanto, con el Comité de los Derechos del
Niño (2015) en la necesidad de integrar una perspectiva intercultural en las
políticas de infancia, que, más allá de reconocer derechos especiales para los
miembros de minorías etno-culturales y migrantes, ponga el acento en la
interacción entre las diversas culturas, reconociendo los aportes de cada una
de ellas.
La intervención debe ser un diálogo
y no un monólogo. Con este espíritu, hace dos años la Fundación se propuso
co-construir con los profesionales y técnicos que intervienen directamente, una
forma de trabajo que incorpore la diversidad cultural en sus prácticas. Es
decir, pasar del nivel declarativo al operativo.
Hasta la fecha, los esfuerzos y
avances en la materia se han hecho principalmente en los sectores de salud y
educación, pero en el ámbito del trabajo con infancia “vulnerada en sus
derechos”, hay mucho camino por recorrer, particularmente en la
operacionalización de los enfoques.
La política pública no se define
solo en los grandes debates de leyes o políticas nacionales, sino también en
las pequeñas discusiones que se dan día a día en los espacios de intervención.
La Ley de Garantías de Derechos, el Ministerio de Asuntos Indígenas, la
política migrante -desafíos aún pendientes- no son temas exclusivos de los
poderes del Estado, sino que emergen cotidianamente en el trabajo de los
profesionales que intervienen con niños, adolescentes, pueblos indígenas y
migrantes.